Un buen ejemplo de la "civilización del desperdicio" en la que estamos inmersos es el problema de las basuras cuya solución tradicional, los vertederos, ha quedado obsoleta. Ante esta situación quedan por abordar dos vías complementarias y urgentes: reducir la cuantía de los residuos mediante la concienciación del ciudadano, al tiempo que, a más corto plazo, sustituir los vertederos por plantas de tratamiento integral de las basuras, incluida la combustión del sobrante final en plantas de incineración controlada.
Nuestra forma de vida, nacida de la Revolución Industrial, podría caracterizarse por muchas cosas, pero quizá sea el concepto de “progreso” el que mejor resuma muchas de esas cosas. Ahora bien, ¿qué es realmente el progreso?. También aquí podríamos encontrar numerosas acepciones, aunque mejor será no definir el término sino sólo intuirlo: el progreso está probablemente relacionado con todo aquello que nos hace “estar” o “sentirnos” mejor (si fuera peor, no sería progreso sino regresión).
Y, desde luego, ahora vivimos más años, tenemos más salud, sabemos más, nos divertimos de manera más variada, tenemos un acceso casi ilimitado a los bienes de la cultura... Pero todo ese progreso tiene un precio, no sólo económico: los actuales atentados ecológicos que denuncian casi a diario los medios de comunicación se generan de forma directa, e inmediata, en muchos de los procesos industriales que nos han hecho alcanzar el actual grado de desarrollo económico y social que, por otra parte, sólo lo disfrutan unos cuantos países ricos.
Además, somos cada vez más seres humanos en la Tierra; y las demandas de alimento y energía crecen en paralelo a ese aumento demográfico y al legítimo deseo de progreso por parte de los más pobres. Como la tasa de duplicación de la raza humana es actualmente comparable a la duración media de la vida de una persona, es posible afirmar que en estos momentos hay en el planeta más seres vivos que en todas las épocas anteriores de la humanidad. Este incremento de la población mundial supone un incremento global subsiguiente de las demandas que cada individuo requiere a lo largo de su vida. Demandas inicialmente centradas en la mera supervivencia pero que implican también otros consumos diferentes a los alimentarios; esencialmente, los consumos energéticos.
Con la Revolución Industrial aparece no sólo la actividad económica plena sino, sobre todo, un crecimiento explosivo –los matemáticos repugnarían decir “superexponencial”, pero el término resulta expresivo– de la población y de sus demandas de energía. Todo lo cual ha acabado por suponer un impacto creciente, y probablemente ya insostenible, sobre el medio ambiente natural. Además, el mundo desarrollado gasta cada vez más bienes y servicios, muchas veces de forma inútil.
El consumo del 10% de la población humana actual (los países más ricos) en energía y en recursos naturales supone la pérdida en cada segundo de mil toneladas de tierra y de 3000 metros cuadrados de bosque (Austria y Suiza juntas cada año), la desaparición definitiva cada día de entre 10 y 50 especies vivas vegetales y animales, y la expulsión diaria a la atmósfera de 86 millones de toneladas de gases de efecto invernadero. Si esto no es toda una civilización del desperdicio... El problema es que, para cualquier habitante o dirigente o gobernante de un país o región o distrito pobre, el modelo de desarrollo occidental resulta a todas luces más que envidiable.
En nuestra realidad nos funciona casi todo, desde el teléfono o la televisión hasta el consumo más disparatado; además, la administración pública lucha día a día por ser más que aceptablemente eficaz, la educación, los servicios sociales y la sanidad son bienes universales pero con problemas de ineficiencia y corrupción incluyendo la protección al medio ambiente, alcanzando un nivel impensable, y, sobretodo, considerando que nuestra región es pobre.
No hay que olvidar, de todos modos, que el error de los enfoques “envidiosos” de los países pobres cuando miran hacia el mundo desarrollado estriba en considerar que en los países ricos todos son igual de ricos. Lo cual es, obviamente, mentira: el paraíso capitalista sólo es paraíso para algunos... Por otra parte, resulta imposible observar con precisión, desde nuestra hambrienta atalaya de país pobre, hasta qué punto el mundo desarrollado se basa en esa civilización del desperdicio que estamos denunciando.
Por primera vez se habló concretamente acerca de la civilización del desperdicio a mediados de los años 70s, los argumentos de los investigadores sociales, profesionales y técnicos en la materia estaban concentrados a explicar la auténtica barbaridad ecológica, y desde luego económica del momento, en los países industrializados el despilfarro de los recursos naturales para alcanzar objetivos muchas veces eran inútiles cuando no simplemente absurdos (¿quién necesita realmente cepillos de dientes con pilas o abrelatas eléctricos, cuando medio mundo se moría de hambre?).
El desperdicio al que aludía Sáenz-Díez es, pues, el despilfarro típico de los nuevos ricos pero también, y sobre todo, la despreocupación casi criminal por los desechos que toda nuestra actividad engendra. Lo que constituye una forma de despilfarro quizá menos patente pero seguramente más grave.
La sociedad industrializada está basada en una economía de mercado que fomenta la no reutilización de lo producido –el caso de los envases no retornables es paradigmático–; además, prefiere la huída hacia adelante de un incesante consumo de materias primas, en lugar de reciclar las ya utilizadas –a pesar de los meritorios intentos por reciclar vidrio, papel, plástico o aluminio, actividad todavía marginal, casi simbólica–. ¿Merece o no el calificativo de “civilización del desperdicio”? Uno de los ejemplos más evidentes de este desperdicio es el de los vertederos de basuras domésticas, que los técnicos han dignificado con el apelativo de RSU (residuos sólidos urbanos).
El problema del exceso de basura urbana se ha ido resolviendo en Europa y en otras partes del mundo, mal que bien, mediante su depósito en algún lugar baldío, generalmente próximo al casco urbano y casi siempre fuera del más mínimo control sanitario o ambiental. Pero ahora las normas europeas ponen trabas cada vez más serias a esta forma rudimentaria, casi prehistórica, de tratar nuestra basura a base de acumularla, lo que causa humos tóxicos, chispas incendiarias, malos olores, plagas animales de todo tipo y una muy severa contaminación del suelo y las aguas por arrastre de la materia en descomposición.
Depositar esa basura cerca de casa es algo muy antiguo; casi prehistórico, ya lo hemos dicho. Y, desde luego, es algo muy cómodo siempre y cuando, por supuesto, esa basura no nos incomode con su presencia. Con la industrialización se disparó el material sobrante, y los gobierno locales, sobre todo en las ciudades medianas y grandes, tuvieron que poner a punto servicios de recogida domiciliaria de la basura. Eso sí, con un cometido no muy diferente al de épocas antiguas: depositar la basura, algo más lejos, desde luego, pero en algún sitio próximo a la ciudad llamado –por llamarlo de alguna manera– “vertedero”.
Parece inevitable la generalización de las plantas de tratamiento integral de estos residuos sólidos urbanos, en las que se pueden separar algunos materiales reciclables –por ejemplo, los metales, los plásticos o el vidrio–, y también se puede utilizar la fracción orgánica para obtener abono (compost) de ellas.
Con todo, al final siempre queda mucha basura. Depositarla sin más equivale a retroceder al problema del vertedero que queríamos eliminar; por eso los técnicos han pensado que, como en ella quedan materiales combustibles, una buena forma de reducir su volumen de forma drástica sería quemarla de manera controlada y a altas temperaturas. En grandes instalaciones, el calor de esa combustión puede ser utilizado directamente o bien empleado para producir electricidad.
Lo obvio es solucionar cuanto antes y de la mejor manera posible los graves problemas que plantean los vertederos actuales; ello no ha de ser óbice, antes al contrario, para iniciar una campaña de educación y concienciación ciudadana. Pero no como única salida sino como complemento inseparable de esa acción correctora. Este análisis de la situación global de los residuos sólidos urbanos puede servirnos de ejemplo acerca de lo que la civilización del desperdicio ha conseguido: un grado tal de insensatez que ni siquiera es posible ya enfocar con cordura y rapidez la solución al problema.
Vamos camino de ahogarnos, literalmente, en nuestra propia basura. Tenemos, con todo, que esforzarnos por reducir nuestro nivel de basuras. No es fácil, pero tenemos que esforzarnos por comprar prioritariamente aquello que dejará luego menos residuos. Por ejemplo, adquirir sólo bebidas con envase retornable; uno de estos recipientes de vidrio de ida y vuelta viene a durar un promedio de 80 veces antes de romperse o perderse definitivamente. En cambio, un envase no retornable –de plástico, de vidrio o de lo que sea– sólo sirve para una sola vez...
En suma; las basuras suponen un problema mayúsculo en todo el país, y no sólo, por cierto, en las grandes ciudades. La solución, absolutamente anacrónica y extraordinariamente dañina para la salud y el medio ambiente, de los vertederos está condenada a desaparecer a corto plazo.
Tenemos dos vías de trabajo para reconducir la situación, complementarias y ambas urgentes: por una parte, reducir la cuantía de los residuos, o al menos frenar su imparable incremento, para lo cual habrá que concienciar y educar a la población, y se deberán establecer los mecanismos legales tendentes a obligar a la industria y al comercio a que colabore en el empeño. Por otra parte, y mientras se van consiguiendo esos objetivos –lo cual será lento y costoso–, hay que sustituir urgentemente los vertederos por plantas de tratamiento integral de las basuras, incluida la combustión del sobrante final.
De todos modos, las basuras urbanas sólo suponen una parte del problema. Porque el desperdicio afecta también, y sobre todo, a los procesos productivos que caracterizan a las sociedades desarrolladas cuyo sistema industrial acaba reduciéndose a un consumo desaforado y creciente de energía. Para unos desarrollos tecnológicos básicamente ineficientes, ruidosos, generadores de calor y residuos de todo tipo, desperdiciadores, en suma, de energía bajo todas sus formas.
¿De dónde procede esta energía? En un 88% de los combustibles fósiles no renovables: el carbón, el petróleo y el gas natural. En 1990, el cociente entre la producción de petróleo y las reservas estimadas era de 41, lo que significaba que “quedaban” (si se mantenía el ritmo de consumo y no se encontraban nuevos yacimientos) sólo 41 años de petróleo. La cifra parecía preocupante, pero los más optimistas expertos en economía afirmaban que no había que alarmarse en exceso, porque veinte años antes, en 1970, ese cociente había sido de sólo 31.
Es evidente que no podemos seguir emitiendo, de manera descontrolada, residuos y desechos de todo tipo. Ni siquiera podemos ya limitarnos a poner en bolsas nuestra basura a la puerta de casa, esperando que vengan los Reyes Magos municipales a llevársela. Porque llevársela, se la llevan, desde luego; el problema es dónde...La solución es tarea de todos.
(Econ. Víctor Eleazar Alvino Guembes)
No hay comentarios:
Publicar un comentario